
Vida de San Román, soldado y mártir
(Año Cristiano, por el P. Juan Croisset. Imprenta de Gaspar y Roig. Madrid, 1853)
San Román nació en los primeros años del siglo III. Era soldado de la guardia del Emperador Valeriano (253-260). Por su condición de militar tuvo que estar presente en numerosos interrogatorios y suplicios de los cristianos durante la persecución que contra ellos inició este Emperador a partir del año 257 en Roma. Precisamente el ser testigo del martirio del Diácono San Lorenzo fue el motivo que la providencia presentó en su vida para que abrazase la fe cristiana.
Cuando San Lorenzo fue apresado por orden del Emperador, este encargó su custodia a los soldados Román e Hipólito. Román, que era un hombre muy capaz, fue testigo de todo lo que paso en el martirio del santo Diácono. Interrogado San Lorenzo por Cornelio, Prefecto de Roma, acerca de su religión y de los tesoros de la Iglesia que tenía a su cargo, dio razón de su fe y de su administración con tanta discreción y con tanta elocuencia que todos los circundantes quedaron admirados. Román estaba al lado de San Lorenzo y comprendiendo mejor que otros la verdad y la fuerza de sus razones sentía cómo la gracia iba alumbrando su entendimiento y su corazón. El cielo quería convertir a aquel soldado gentil en un generoso campeón de la fe de Jesucristo.
La prudencia que desprendían las palabras que escuchaba de labios de San Lorenzo y la constancia heroica que manifestaba éste en todos y cada uno de los horribles tormentos que sufrió hicieron que Román entendiese que, con las solas fuerzas naturales, era imposible soportar esa situación, y que sin una virtud divina no era posible hablar ni padecer con aquella grandeza de alma que llenaba de admiración aun a los idólatras más obstinados. Mientras Román se hacía estas reflexiones quiso el Señor descubrirle sensiblemente, por medio de una singular maravilla, el particular cuidado que tenía de los que padecían por la gloria de su nombre y la bondad con que los fortalecía en medio de los dolores más crueles y de los tormentos más horribles.
Sucedió que, cuando acababan de extender a Lorenzo en el potro y los verdugos empezaron a azotarle violentamente con una especie de correas o ramales de hierro, el santo Diácono se mantuvo sereno sin desprender un grito de queja y sin que sus ojos destilasen ni una sola lágrima. Román quedó horrorizado de esa flagelación pero más asombro le produjo la serenidad y la constancia de Lorenzo. No comprendía cómo un hombre de carne y hueso podía soportar con alegría aquel suplicio. De repente vio un ángel, en figura de un joven, que con un paño enjugaba el sudor del santo mártir y la sangre que corría de sus heridas. Román no podía creer lo que estaba viendo. Por eso preguntaba a sus compañeros, que estaban junto a él, si no veían también a ese joven enjugar la sangre de San Lorenzo. Desengañado de que ninguno le veía y ayudado por la gracia de Dios que en cada instante era más eficaz en él decidió, con toda resolución, hacerse cristiano.
Román se acercó a San Lorenzo y, con lágrimas en los ojos, le confesó lo que estaba viendo y le suplicó que no le abandonase. El santo Diácono, lleno de gozo por aquella victoria de Jesucristo, exhortó y alentó con breves palabras a Román. Pero la dificultad era bautizar al nuevo neófito. Lorenzo seguía fuertemente amarrado de manos y pies al potro de la tortura, sin apariencia de que le desatasen hasta haber expirado; no había agua, ni aun cuando la hubiese, parecía poco prudente administrarle el sacramento en presencia de tantos gentiles furiosamente encendidos contra los cristianos.

Entró en furor el Emperador Valeriano al oír aquella confesión tan valerosa como voluntaria y mandó que después de despedazarlo con azotes, le cortasen la cabeza. Inmediatamente se ejecutó la sentencia. Román fue degradado de los honores de soldado romano y azotado como un vil esclavo. Rebosaba de gozo y alegría entre aquella lluvia despiadada de golpes, y no cesaba de gritar: soy cristiano, soy cristiano, y es gran dicha mía dar la sangre por la gloria de mi divino Salvador, que antes dio su vida por mi salvación. Después de haberle despedazado el cuerpo, le cortaron la cabeza el día 9 de agosto del año 258. El generoso soldado de Jesucristo tuvo la dicha de merecer la corona del martirio. Su cuerpo, que secretamente recogió un santo presbítero llamado Justino, fue enterrado en una cueva del Campo de Verano en Roma.
Oración
Señor, Dios nuestro, encendido en tu amor San Román se mantuvo fiel a tu servicio y alcanzó la gloria del martirio. Dígnate infundir en nuestro corazón aquel valor intrépido que tuvo durante su martirio, gritando con gozo su condición de cristiano y discípulo de Cristo. Concédenos, por su intercesión, amar lo que él amó y practicar sinceramente lo que vivió. Te lo pedimos por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.